Andrés Martínez Lorca
La revolución popular de Egipto
ha sido cortada en seco por la cúpula militar que dirige el país desde la caída
del dictador Mubarak. El Tribunal Constitucional, nombrado durante la
dictadura, ha decidido disolver el Parlamento y autorizar la presentación como
candidato a la presidencia de la república del exprimer ministro del antiguo
régimen, Ahmed Shafiq, en contra de acuerdo de la cámara baja recientemente
elegida. A dos días de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, los
“supervisores” de la democracia árabe decidieron que el pueblo egipcio tenía
que someterse al dictado imperial: lo mismo que años atrás en Argelia y después
en Gaza, la voz del pueblo debe ser apagada, cueste lo que cueste, cuando se
suponga que el voto de los de abajo puede poner en tela de juicio los intereses
económicos, políticos y estratégicos de los verdaderos amos del mundo. Este es
el verdadero rostro de la llamada “democracia occidental”.
La corrupción y el despotismo de
la cúpula del ejército representan un verdadero cáncer en la historia reciente
de Egipto. Formados e instruidos muchos de ellos en academias militares de los
Estados Unidos, los altos mandos egipcios han manejado a su antojo desde hace
décadas miles de millones de dólares concedidos por el gobierno norteamericano
en concepto de ayuda militar (el segundo país del mundo en recibirlas, tras
Israel). La pobreza creciente del pueblo, la corrupción desenfrenada de grandes
empresarios y políticos, el alineamiento permanente con la política USA en
Oriente Medio, la alianza política y económica con Israel y el olvido del
pueblo palestino encerrado en los despojos de su saqueada tierra, son el fruto
amargo de los largos años de dictadura, protegida y apoyada por las potencias
occidentales, en especial por el imperio norteamericano.
El golpe de estado ha tenido su
secuencia, sin duda planificada. Primero, el Tribunal Supremo exoneró de los
cargos de corrupción a los hijos de Mubarak y a varios exministros (había
caducado el plazo, claro). Hace pocos días, la Junta Militar dirigida por el
mariscal Tantawi ha dictado un decreto fascista en virtud del cual el espionaje
militar podrá detener a los ciudadanos sin orden judicial alguna (a falta de
estado de excepción, se apañan con este atajo). Ahora, el Tribunal
Constitucional cuya función se debe limitar a garantizar la constitucionalidad
de las leyes, decide pisotear la sede de la voluntad popular y disolver el
parlamento porque no le gusta. Hay demasiados diputados elegidos en la lista de
los Hermanos Musulmanes, perseguidos a sangre y fuego por el corrupto general
Mubarak y consortes.
La Junta Militar vuelve a tener
todas las riendas del poder: el ejecutivo son ellos; el legislativo vuelve a
recuperarlo tras el golpe de estado; y el judicial, con los serviles
magistrados nombrados por la dictadura, constituye un instrumento dócil de los
generales y sus amos de Occidente. Según ha anunciado la Junta, esta misma
camarilla preparará una nueva Constitución (?).
Los “amantes del pueblo árabe”
que antes invadieron Iraq, que toleran de buen grado la invasiones israelíes de
Líbano, que han bombardeado hace poco Libia y que ahora revientan desde dentro
a Siria con mercenarios pagados por las petromonarquías, no quieren levantar
revuelo con este nuevo golpe de estado. Esconden la noticia en páginas
interiores de sus periódicos, justifican el golpe bajo sesudas consideraciones
jurídicas y consideran “un mal menor” la vuelta de los militares al poder
absoluto en la tierra de los faraones. Los árabes no tienen solución: no acaban
de rendirse.
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