Traducido del inglés para Rebelión
por Beatriz Morales Bastos.
Mientras los refugiados
palestinos en Líbano se preparan para conmemorar el trigésimo aniversario de la
masacre de Sabra y Chatila, este año el país está recibiendo a miles de
refugiados que huyen de Siria. Rezamos para que con la ayuda de la
determinación internacional el conflicto acabe pronto y los refugiados puedan
volver a casa.
Hace 64 años, en 1948, Líbano
recibió a otro grupo de refugiados, a algunos de los 750.000 palestinos que
huían de las masacres y de la destrucción de pueblos y ciudades en Palestina.
Se les instaló en tiendas y se les prometió el derecho a retornar a sus
hogares. Pero a la mayor parte de Palestina se le dio el nuevo nombre de Israel
y así los refugiados y sus descendientes permanecieron en Líbano, dispersos por
doce campos de refugiados oficiales de la ONU y formando parte de los cuatro
millones de palestinos de la diáspora repartidos hoy por el mundo. Para estos
refugiados, la potencias occidentales no tenían interés en solucionar la causa
fundamental de su desposesión ni en apoyar de forma práctica su derecho al
retorno a su patria ancestral.
Cada mes de septiembre cientos de
palestinos y amigos de todo el mundo se reúnen en la Plaza del Mártir de
Chatila, donde están enterradas las miles de las personas asesinadas en Sabra y
Chatila. Lloramos y lamentamos a estas personas cuyas vidas fueron segadas
cruelmente. Al hacerlo aseguramos que no serán olvidadas y también rendimos
homenaje a sus familias.
Hace treinta años, en agosto de
1982, llegué como joven cirujana voluntaria para trabajar en el Hospital Gaza
del campo de refugiados de Sabra y Chatila en el sur de Beirut. Como cristiana
fundamentalista convertida fui educada para ser una defensora ardiente de
Israel. Aquel verano vi por la televisión los incesante bombardeos de Líbano
por parte de los aviones de guerra israelíes. Murieron enormes cantidades de
personas, con muchos niños entre ellas. Hospitales, fábricas, escuelas y
viviendas quedaron reducidos a montones de escombros. Mis amigos cristianos
proisraelíes fueron incapaces de convencerme de que el pueblo de Líbano merecía
sufrir y morir por albergar a un grupo terrorista conocido con el nombre de OLP
(Organización de para la Liberación de Palestina). Yo quería ayudar a la gente
de Líbano, así que cuando Christian Aid hizo un llamamiento pidiendo un
cirujano para ayudar a cuidar a los heridos, presenté la dimisión en mi hospital
en Gran Bretaña y lo dejé para ir a Beirut.
Era mi primera visita a Oriente
Próximo; hasta entonces no sabía que existían los palestinos. La prensa popular
occidental solo hablaba de los terrorista de la OLP, que odiaban a los judíos,
ponían bombas y secuestraban aviones. Afirmaban que este grupo había creado su
base en Líbano y que Israel estaba ayudando a Líbano a echarlos, aunque para
ello Líbano tuviera que ser arrasado. Un portavoz israelí declaró: “¡Para hacer
una tortilla hay que romper los huevos!”.
Llegué a un Beirut devastado tras
diez semanas de bombardeo. Había escasez de comida, de agua y de medicinas
debido al bloqueo militar. Familias sin hogar abarrotaban escuelas y
aparcamientos abandonados e incluso dormían a la orilla de las carreteras. Me llevaron
al Hospital Akaa, un edificio de cinco plantas reducido a escombros y cables
destrozados. El hospital estaba al final de la calle Sabra, la calle principal
del campo de refugiados de Chatila. En el otro extremo estaba el Hospital Gaza,
que todavía permanecía en pie a pesar de que la artillería había destrozado los
pisos décimo y undécimo. Ambos eran hospitales modernos de la Sociedad de la
Cruz Roja Palestina y los dos habían sido atacados a pesar de que en ellos
ondeaban banderas de la Cruz Roja Internacional. Me destinaron al Hospital Gaza
para dirigir el departamento ortopédico y facilitar su reapertura.
Poco después de mi llegada se
evacuó a la OLP de la ciudad. Era el precio que exigía Israel para dejar de
bombardear Líbano desde el aire y levantar el bloqueo militar. Catorce mil
hombres y mujeres capacitados de la OLP dejaron Beirut con la garantía de las
potencias occidentales de que se protegería a sus familias que se habían
quedado atrás. Algunas de las personas que se marchaban eran combatientes, pero
otros eran funcionarios de la OLP como, por ejemplo, médicos, profesores
universitarios, sindicalistas, personal de los medios, ingenieros y técnicos:
la OLP era el gobierno en el exilio de los palestinos. Así pues, catorce mil
familias de Líbano perdieron a quien mantenía a la familia, a menudo el padre o
el hermano mayor, además de aquellos que murieron bajo las bombas.
Este alto el fuego solo duró tres
semanas. La fuerza internacional de mantenimiento de paz, a la que según el
acuerdo de alto el fuego se le había encomendado proteger a los civiles de
Beirut, se retiró repentinamente. El 15 de septiembre varios cientos de tanques
israelíes entraron en el sur y oeste de Beirut. Algunos de ellos cercaron y
cerraron el campo de refugiados de Chatila para impedir que huyeran sus
habitantes. Los israelíes enviaron al campo de refugiados a sus aliados, un
grupo de milicianos cristianos. Cuando los tanques se retiraron del perímetro
del campo el 18 de septiembre, habían dejado tras de sí 3.000 civiles muertos.
El equipo de nuestro hospital
trabajó sin parar las 72 horas anteriores, pero se nos ordenó a golpe de
pistola dejar a nuestros pacientes y salimos del campo caminando por la calle
Sabra. En cuanto salí del teatro de operaciones del sótano me di cuenta de la
dolorosa realidad: mientras nosotros luchábamos por salvar unas pocas docenas
de vidas, se había matado a miles. Algunos de los cuerpos ya se estaban
descomponiendo bajo el fuerte sol de Beirut.
Tengo grabadas las imágenes de la
masacre. Entre ellas se incluyen cuerpos muertos y mutilados alineados en los
callejones del campo, cuerpos que solo unos días antes habían sido seres
humanos llenos de vida y esperanza, que habían reconstruido sus casas y
confiando en que se les dejaría en paz para sacar adelante a sus familiares más
jóvenes tras la evacuación de la OLP. Eran las personas que me habían recibido
calurosamente en sus maltrechas casas, me habían ofrecido café árabe y
cualquier cosa que tuvieran para comer, alimentos simples pero ofrecidos con
cariño y generosidad. Compartieron conmigo sus vidas destrozadas y cómo habían
llegado como refugiados a Líbano. Me enseñaron fotos ajadas de sus hogares y
sus familias en Palestina antes de 1948, y las grandes llaves de sus casas que
todavía conservaban como un tesoro. Las mujeres me enseñaban sus preciosos
bordados, cada uno de ellos con motivos de los pueblos que habían dejado atrás.
Muchos de estos pueblos fueron arrasados por el recién nacido Estado de Israel
en cuanto se fueron los refugiados.
Había pacientes a los que no
habíamos podido salvar y otros que nos los llevaron muertos al hospital.
Dejaban huérfanos y viudas. Una madre herida nos pidió que sacáramos del
hospital la última unidad de sangre de ella para dársela a su hijo. Murió poco después.
La violación de mujeres antes de matarlas dejó unas crueles marcas psicológicas
en sus hijos que las sobrevivieron.
Las caras aterrorizadas de las
familias rodeadas de pistoleros, la joven madre desesperada que trataba de
entregarme a su bebé para que lo protegiera, el hedor de los cuerpos
descompuestos de las fosas comunes sigue sin desaparecer día tras día y nunca
me abandonará. Todavía me persiguen los gritos de las mujeres al descubrir
restos de sus seres queridos gracias a trozos de ropa o a los documentos de
identidad de refugiados mientras se descubrían más cadáveres.
Después de la masacre los
habitantes de Sabra y Chatila volvieron para reconstruir sus casas una vez más.
El Hospital Gaza volvió a abrir. Pero su valor fue recompensado con todavía más
violencia: los campos de refugiados de Chatila, Burj-el-Barajneh y Rashiddyeh
fueron sitiados y atacados desde 1985 a 1988 y en este espacio de tiempo 2.500
refugiados fueron asesinados y 30.000 se quedaron sin hogar. En 2007 el
ejército libanés arrasó el campo de refugiados de Nahr-el-Bared al norte de
Líbano en el que vivían 40.000 palestinos y todavía hoy tiene que ser
reconstruido por completo. Los campos de refugiados de Líbano son los más
miserables y faltos de recursos de Oriente Próximo.
A esto se añade la legislación
libanesa que prohíbe a los palestinos ejercer 30 profesiones y 40 oficios
artesanales fuera de los campos de refugiados, con lo cual no es difícil ver lo
desesperadas que están las generaciones jóvenes; algunos jóvenes abandonan los
estudios para buscar trabajos manuales. También se prohíbe a los palestinos
tener propiedades o heredarlas. Con estas injustas leyes está confinados a los
campos de refugiados sin escapatoria alguna. Al negarles su derecho a retornar
a sus hogares en Palestina, no solo nacen refugiados sino que también mueren
refugiados, lo mismo que sus hijos.
Necesito que se me responda a una
pregunta dolorosa: no por qué mueren, sino por qué mueren como refugiados.
Después de 64 años, ¿cómo podemos permitir una situación en la cual el único
derecho humano de una persona es un documento de identidad de refugiado? Esta
pregunta me ha perseguido durante 30 años y todavía no ha recibido una
respuesta adecuada.
Sin embargo, en los últimos años
mientras caminamos por la calle Sabra como parte de nuestra conmemoración anual
de la masacre de Sabra y Chatila, nuestros cansados pasos se han visto
aligerados por la participación de cientos de palestinos jóvenes. Son la
generación posterior a la masacre, que nos recuerda que existe la vida después
de aquel horror. Llenos de entusiasmo y de valor, desafiando a aquellos que
hicieron lo imposible por aniquilarlos, ellos han sobrevivido y seguirán
sobreviviendo.
¿Hay esperanza para los
palestinos? Perdieron su país hace 64 años y se encontraron en una tierra
extraña que ni siquiera les iba a conceder los derechos básicos. Aquellos que
viven en las ocupadas Cisjordania y Gaza se encuentran bajo asedio y
encarcelados detrás del Muro. Cada día se roba más tierra palestina para las ilegales
colonias israelíes y para uso militar. En Chatila la joven generación entra en
este mundo a la sombra de la espantosa masacre. Las heridas no se han curado.
Pero hay esperanza, ya que los
palestinos han sobrevivido a pesar de tener todo en su contra. Si uno habla con
los más jóvenes de los campos de refugiados, se dará cuenta de que no han
olvidado Palestina. Dirán que aunque ellos no puedan volver a Palestina en su
vida, sus hijos lo harán. La cantidad de personas que apoya a Palestina y la de
sus amigos aumenta cada día en todo el mundo, inspirados por el valor y
resistencia de estos jóvenes palestinos.
No tiene límite la gratitud de
aquellos de nosotros que tenemos el privilegio de entrar en sus vidas y de
recibir su generosa hospitalidad. Descubrimos la verdadera amistad. Hemos
aprendido que la pobreza y las privaciones no son obstáculos para la dignidad
humana. Admiramos su valor en las luchas cotidianas. Cuando sus hijos nos
abrazan vuelven una nueva vida y la esperanza.
Una de estas ocasiones tuvo lugar
el año pasado cuando un grupo de jóvenes palestinos organizó un acto para
aquellos de nosotros que habíamos acudido para unirnos a las conmemoraciones de
la masacre de Sabra y Chatila. No tenían dinero ni patrocinadores, así que
celebraron el acto en la Plaza del Mártir aquella noche. Consistía en una
lectura de poemas con hip-hop, pintura instantánea de las siluetas de sus
amigos en muros encalados y los tradiciones bailes dabkeh. Casi todos ellos
habían nacido después de la masacre, así que me pidieron que les relatara lo
que yo había vivido.
“Unos pocos días después de la
masacre iba caminando por la calle Sabra hacia el Hospital Gaza. El hedor de la
carne humana descompuesta era insoportable. Los supervivientes estaban
identificando los restos de sus seres queridos. Un grupo de niños me descubrió
entre la gente y empezó a llamarme “Doctora Sine” (doctora china). La mayoría
de ellos eran huérfanos, indigentes y no tenían hogar. De pronto se pusieron
delante de mí y me pidieron que les hiciera fotos. En cuando abrí el disparador
de la cámara, alzaron las manos haciendo la señal de victoria con los dedos y
dijeron: ‘No tenemos miedo'. Esta foto tenía un segundo plano de edificios
destrozados, fosas comunes y de desesperanza, pero los niños que estaba en
primer plano desafiaban todo eso con sus manos alzadas haciendo la señal de la
victoria. He vuelto muchas veces a Líbano, pero nunca he vuelto a encontrar a
estos niños. Puede que hayan muerto, pero siempre serán mi inspiración. En los
momentos más negros los veo con sus manos alzadas, desafiando la intimidación y
la muerte, dispuestos a recuperar la dignidad que les han robado”
Desde entonces, he conocido a
muchos niños en Gaza y Cisjordania. Son igual de valientes y preciosos que sus
compañeros de Líbano. Han sufrido muchísmo, pero siguen llenos de determinación
y sin mied
En este trigésimo aniversario de
la masacre de Sabra y Chatila debemos reflexionar sobre cómo los palestinos han
reconstruido una y otra vez sus vidas valientemente en los últimos 64 años y
sobre cómo nosotros, como amigos suyos, podemos apoyarlos en su lucha por la
justicia. Miraremos a través de las lágrimas para ver a la magnífica joven
generación. La vida ha vuelto a Chatila. Al cabo de treinta años con los
palestinos he aprendido esta lección de esperanza
La Dra Ang Swee Chai es autora de
From Beirut to Jerusalem y la patrocinadora y confundadora de la organización
benéfica británica Medical Aid for Palestinians.
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