Regresé a Venezuela 20 años
después. No buscaba mosqueteros, como el héroe de Dumas, el padre. Tampoco
esperaba que 20 años fueran nada, como el morocho del Abasto. Fui por unos días
impulsado por diversos vientos: un poco de nostalgia —viví varios años en
Caracas— también por mostrar a mi media naranja las bellezas de un país,
contenido y continente, y, por qué no decirlo, por un descanso de pocos días
que, merecido o no, me trasladaba del frío oceánico del sur de Chile al calor
acerbo del borde caribeño.
Pero no; ¡dejémonos de vainas,
chico! En verdad no fui por ninguno de esos argumentos cursis anteriores. Fui
porque quería impregnarme de la realidad de una revolución, quería conocer en carne
viva un proceso, el bolivariano, que hoy fascina y tiene en ascuas no sólo a un
continente, sino también a aquellos que desde más lejos miran de reojo, a veces
perplejos, a esta piedra que se introdujo en el zapato del imperialismo.
Vanidad aparte, creo tener un par
de parámetros sólidos que avalan mi osadía de cronista político al intentar
analizar un proceso, de profundas raíces sociopolíticas y económicas, como el
que lleva adelante el pueblo venezolano. Lo primero es porque viví la gran
esperanza de mi país en el primer intento bolivariano de América que encabezara
el Presidente Allende. Nadie puede dudar que los objetivos que perseguía la
revolución chilena en 1970 no sean los mismos que ahora persigue la revolución
bolivariana que lidera el presidente Chávez.
Mi segundo argumento radica en
que, como dije al comienzo, residí por algunos años en la patria de Bolívar en
dos oportunidades, entre los setentas y los ochentas, en plena degradación de
la Cuarta República, lo que me hizo ser testigo del saqueo por turno que del
erario venezolano hacían adecos y copeyanos. Regresé esta semana sólo por unos
días, pero teniendo nítida la imagen de la Venezuela de entonces,
desesperanzada, con un pueblo como testigo impotente de la opulencia de unos
pocos, las puertas cerradas a cualquier atisbo de cambio, partidos políticos
incapaces de interpretar los anhelos de los desposeídos, corrompidos desde sus
cimientos, indiferentes al dolor de las mayorías.
Un cielo cargado de nubes
No sin ciertas protestas conyugales,
renuncié a las paradisiacas playas orladas de palmeras y aguas color turquesa,
y preferí conocer y reconocer al mismo pueblo fraterno que me recibió una vez
cuando llegaba yo con el fascismo pegado a los talones.
Deambulé desde Propatria hasta el
Nuevo Circo y sus alrededores, dialogando con buhoneros, taxistas, vendedores
de tiendas y hasta vecinos de asiento en los “carritos por puesto” —colectivos
de transporte público para quienes no han estado en Caracas— pasajeros que,
como yo, soportaban estoicamente la “tranca nuestra de todos los días” en las
saturadas calles caraqueñas.
Traté, no sé si lo conseguí, de
ser objetivo. Conversé con antichavistas honestos que, como en el Chile de los
70, sucumben a la campaña del terror que golpea día y noche desde los medios
mayoritariamente en manos de la oposición. Conversé también con antichavistas
abiertamente fascistas, que preparan y velan las armas con las que esperan
salir, como en Irak, como en Libia, como en Siria, a matar a su propio pueblo
cuando llegue la orden desde el norte.
Uno de ellos, que nos interceptó
en la calle al escuchar nuestro acento extranjero, nos soltó un monólogo
antichavista plagado de un odio acérrimo contra todo lo realizado por la
revolución: “Hay que parar el comunismo a como dé lugar, por cualquier medio”
fue su conclusión final. Los chilenos ya sabemos de qué se trata ese “por
cualquier medio”. Como lo dije antes, lo sabe también el pueblo iraquí, el
pueblo libio, y lo está sabiendo el pueblo sirio en estos mismos minutos.
En el otro extremo, conversé con
el pueblo chavista, con aquellos que con fervor místico, impregnados de la
religiosidad popular, oran y conminan al Todopoderoso y a su corte de ángeles
para que proteja la vida de su líder, y de paso proteja también la revolución
(que para ellos es lo mismo). Pero conversé también con chavistas de análisis
sereno que tienen plena claridad del peligro que se cierne sobre la patria y
sus esperanzas, y de la necesidad de proyectar la revolución más allá de la
figura humana, inevitablemente transitoria, de un líder que hasta ahora ha
conducido brillantemente el proceso bolivariano.
Tuve la suerte de conocer a
Rafael, un chavista con los pies firmemente posados en la tierra. A través de
su charla amena de cada noche, pude profundizar aún más en el espíritu que
flota sobre el pueblo venezolano en estas horas cruciales. Reconocía él los
errores, las falencias del proceso. Pero tenía claro que las grandes virtudes
de la revolución bolivariana, que a la hora del balance son mucho más
numerosas, había que defenderlas a todo trance. Dentro de la revolución todo,
incluso los errores. Fuera de ella, nada.
Rafael tiene un apellido, tiene
sin duda un rostro y una ubicación en algún punto caraqueño ¿Qué por qué no
consigno acá esos datos? Fíjese usted, amigo lector, que paradojalmente esta
censura obligada la decidí yo, no él cuyo exceso de confiabilidad me recordó
nuestra propia experiencia que no contemplo los grados del odio clasista del
fascismo que alcanzó no sólo a los dirigentes del proceso, sino también a los más
humildes ciudadanos de un pueblo que pagó caro su ingenua creencia en la
civilización humana.
La hora de los hornos
La conclusión lapidaria,
inevitable, que surge de esta experiencia cara a cara con la revolución
bolivariana, —no obstante que busco porfiadamente desechar los oscuros
presagios— es que sobre Venezuela y su pueblo esperanzado, se cierne la misma
sombra tenebrosa que la ceguera chilena de los años setentas no quiso ver. Se
cierne el mismo complot, los mismos planes asesinos, la misma noche siniestra
en la que se sumió Chile pagando con horrores sus sueños libertarios.
Caracas es otra. Ha cambiado.
Como todo el país, está dividida peligrosamente en posiciones casi
irreconciliables. Sin embargo, en la balanza nacional una clara mayoría de la
población colma el platillo de la revolución. Esto, dirá usted, es decisivo si
en el otro platillo se encaraman los sectores absolutamente minoritarios del
viejo poder corrompido al que está poniendo fin el comandante Chávez. El fiel
de la balanza, insistirá usted, tendrá que inclinarse obligadamente a favor del
pueblo, lo dicen las leyes de la física y lo dice la experiencia histórica de
la sociedad humana sin excepción.
Pero no, mi amigo. Si lo duda,
pregúntele usted a los despojos que dejó la OTAN en Irak donde la sangre aún no
se estanca, a los miles de muertos que dejó EEUU en Libia mientras la ONU
miraba displicentemente hacia otro lado. Y si aún lo duda, “vaya a ver la
sangre por las calles” como decía Neruda, en los atribulados pueblos y ciudades
de Siria. Esa balanza de la que hablábamos presentada de manera tan simplista e
ideal, no sirve. La verdadera balanza se mide y se ha medido siempre en armas,
en capacidad defensiva y ofensiva, y sólo estuvo equilibrada cuando el mundo
socialista era capaz de amarrar las manos imperialistas haciendo respetar esas
mayorías como la que hoy exhibe el pueblo venezolano.
Chávez es militar y cuenta no
sólo con el apoyo del pueblo, sino que también con el ejército, al menos con la
mayoría de las fuerzas armadas. Clara diferencia con el Chile de los setentas.
Pero vuelvo a insistir: en la actual realidad a la que ha involucionado el
mundo, ¿basta con estos recursos para defender una revolución como
efectivamente bastaban antes? De ninguna manera. La supremacía absoluta que
tiene EEUU y sus aliados en el mundo, con la desaparición de la URSS y con una
Rusia actual convertida en un montón de republiquetas sin peso internacional,
introdujo una variante, un “aggiornamento” a la táctica empleada por el
Departamento de Estado en aquellos años de la guerra fría.
Hoy la receta exitosa que viene
aplicando la CIA es desestabilizar gobiernos populares mediante la introducción
de mercenarios fuertemente armados, pequeños comandos distribuidos entre la
población y destinados a crear el foco insurreccional. A él se pliegan los
reaccionarios locales, todo orquestado por los medios nacionales e
internacionales que desde mucho antes van creando el ambiente desacreditando a
los gobiernos existentes.
El golpe de gracia de la táctica
imperialista viene después: hay que ayudar a esos “pobres” pueblos que están
siendo “masacrados” por las fuerzas leales al poder establecido.
Se moviliza entonces a los
organismos internacionales que son meros monigotes del amo supremo que hoy rige
los destinos del mundo. Si la propuesta de intervención armada es bloqueada en
la ONU por la tímida oposición de Rusia y China en el Consejo de Seguridad,
EE.UU. y sus aliados pasan sin problemas sobre estas resoluciones y desatan la
agresión con su brazo armado, la OTAN, que no requiere la aprobación de nadie,
sólo el aval del Pentágono.
La cuenta regresiva del complot
En Venezuela la oposición tiene
montada hace rato la primera parte del plan alternativo si pierden las
elecciones de octubre: declarar el acto eleccionario como un fraude y pregonar,
urbi et orbi, su triunfo supuestamente arrebatado por falaces maniobras del
gobierno. Los antichavistas más reaccionarios —el caldo de cultivo de la
variante fascista de la oposición— tienen una sola consigna, que, por lo demás,
pregona el candidato Capriles de la derecha, aunque con palabras más retóricas:
el 7 de octubre o se gana o es fraude. Para ellos no hay alternativa.
El título de este artículo
rememora una hermosa canción de Patricio Manns escrita y cantada por este gran
artista en pleno complot de la derecha en Chile, cuando el golpe estaba ya a la
vuelta de la esquina. Sus versos recomendaban no bajar jamás la guardia, estar
siempre vigilante, no cerrar los ojos para no despertar un día entre la
desolación y la sangre como nos ocurrió a nosotros en Chile, como ocurre hoy en
el Medio Oriente. El pueblo venezolano entero debe tener muy claro que a estas
alturas, cuando las masas populares han adquirido conciencia revolucionaria,
cuando se ha avanzado por primera vez en conquistas antes jamás soñadas por la
mayoría humilde de un pueblo, la única alternativa a estos avances es el
fascismo.
Nadie se mueva a engaño: el poder
alcanzado a costa de un golpe reaccionario, jamás será entregado a quienes
ingenuamente engrosan las filas del complot creyendo que es la democracia la
que está en juego. Ocurrió en Chile donde los opositores democráticos a Allende
fueron arrastrados también por la vorágine de sangre y represión desatada por
la dictadura.
A EEUU no le importa lo que
ocurra el día después. Que los países queden desangrándose por años, que la
bota de los gobiernos títeres quede permanente sobre el cuello del pueblo es para
ellos el precio que debe pagar esa nación por haber intentado rebelarse. Lo
importante para Washington es que su estabilidad geopolítica ha quedado, una
vez más, asegurada.
¿Significa entonces, a la luz de
este descarnado análisis desde Caracas, que fatalmente el destino de esta gran
revolución está sellado? De ninguna manera. De ello hablaremos en la segunda
parte de estas crónicas. Mientras tanto, amigo venezolano, como en la canción
de Patricio Manns, vete a vigilar día y noche.
O como dicen ustedes en la tierra
de Bolívar: ¡ojo pelado, hermano!
* Escritor
No hay comentarios:
Publicar un comentario