Saúl Landau
De niño yo jugaba a la guerra
(los vaqueros matando a los indios). Mis amigos y yo nos matábamos unos a otros
de manera rutinaria, con armas de juguete, por supuesto. En mi vecindario del
sur del Bronx, los pandilleros de más edad tenían armas verdaderas y a veces se
mataban unos a otros. ¡Cómo en el cine! Los dibujos animados que yo adoraba de
niño estaban llenos de violencia, así como las películas de guerra que
Hollywood producía en masa para hacer propaganda a favor de la guerra real
contra Alemania y Japón.
Cuando James Howe mató a 12
personas e hirió a casi 60 más en un cine de Colorado, sentía la nueva
violencia entrar a mi cuerpo, como si una masajista me hubiera engrasado con
hostilidad líquida antes de comenzar el masaje. La agresión penetró mis poros,
inundó mi cerebro y cubrió las células de mi cuerpo. Mientras que los medios
informaban acerca del número de disparos realizados, los tipos de armas que
poseía el asesino y la anatomía del apartamento de Holmes sembrado de trampas
con explosivos, el presidente Obama y al aspirante Romney pronunciaban insulsas
declaraciones acerca de la necesidad de la oración y de consolar a las familias
de las víctimas. Ninguno de los dos mencionó el control de las armas de fuego o
la cultura de la violencia que define a Estados Unidos. Para la Asociación
Nacional del Rifle (NRA) y muchos de sus miembros, la libertad parece igualarse
con la posesión de armas de fuego.
La violencia, más norteamericana
que el pastel de manzanas y el béisbol, se ha convertido en un importante tema
social y en un serio problema de salud pública. Casi a diario alguien mata a
otro en incontables áreas metropolitanas. Las familias sufren, la policía dice
que está investigando y los periódicos y las emisoras de TV obtienen noticias
de primera plana. Yo, como decenas de millones, vemos las noticias sangrientas
de la TV y caemos fácilmente en el pozo fascinante de las repercusiones y
consecuencias de la violencia. Pero los medios no analizan ni buscan asuntos
subyacentes en Aurora o en actos tan horripilantes como este. En su lugar, los
utilizan para vender programas noticiosos, periódicos y obtener anunciantes.
Es más, los medios nos empapan
con la cultura de la violencia. En los filmes de Hollywood y de la TV, la
muerte violenta se ha convertido en la única fórmula para obtener la
retribución adecuada. Los villanos fílmicos sufren horribles finales –justicia
fílmica. La violencia como metáfora cultural viene bien a un país que durante
décadas ha vivido en guerra perpetua apoyada por los dueños de la economía de
guerra.

Compárese nuestro uso de las armas para matar
a personas con las 58 en Gran Bretaña. Las armas de asesinato en masa se han
convertido en el tesoro adorado de millones de norteamericanos que abandonan
evidentes políticas de interés propio ante la menor señal de que un político
propone controlar la posesión de armas de fuego. La NRA ahora tiene en un puño
institucional al Congreso y al presidente mientras acopia dólares de manos de
las fabricantes y reparte su Pablum sádico como un evangelio cristiano (Jesús hubiera
tenido un gran arsenal en su hogar) para que lo coma la sociedad
norteamericana. Pero la violencia en Estados Unidos trasciende el control de
las armas.
La violencia define a la cultura
norteamericana. Vean los dibujos animados para los niños o cualquier programa
“dramático” y oiga las imágenes y sonidos de la agresión contra otros. La
política exterior de EE.UU. propone la violencia como solución a los problemas.
Bombardear a Kosovo y a Libia. Invadir a Iraq, o a Siria ahora. Bombardear a
Irán.

Nuestro sistema carcelario que
crece sin cesar, con sus primos industriales, va en paralelo con la
militarización de las fuerzas policiacas locales. El presidente encabeza el
“comité de asesinatos en el exterior” que decide quienes serán atacados hoy por
los drones. Como invadimos y ocupamos de manera rutinaria otros países, nos
hemos acostumbrado a la guerra permanente, y nuestros jóvenes conocen las armas
de fuego y las han usado contra otros en el Medio Oriente. El sargento mayor
Robert Bales acribilló a unos 15 afganos, suponemos que por causa de sus
traumas de guerra. Es más fácil atribuir al estrés de la guerra el motivo para
los asesinatos en masa que averiguar por qué cada un par de meses alguien
comienza a disparar a otros en la calle, en un centro comercial o en un cine.
La violencia estatal se oculta tras un manto de legitimidad. En aras de nuestra seguridad, matamos a personas por medio de juegos de drones en video en Pakistán, Yemen y Somalia mientras continuamos ejerciendo nuestra violenta voluntad en el extranjero. En la era de la guerra perpetua, con asesinatos premeditados, el asalto a las libertades básicas y el uso de drones para proteger nuestra seguridad, también experimentamos un duelo nacional cada vez que un “demente” mata a civiles “inocentes” –a diferencia de los que mueren en el exterior como daño colateral. Una alta cifra de bajas norteamericanas ocurre como una estadística paralela a los actos violentos iniciados en el extranjero. Los soldados norteamericanos matan a civiles afganos. “Equipos de asesinato” norteamericanos merodean por el campo y pudiéramos preguntarnos por qué algo de esta cultura de matar pudiera contaminar nuestros hogares. Nuestro presupuesto militar vincula literalmente al país a la guerra y a una economía de guerra.

Ahora oremos, pero mantengan su
arma lista en el cine, donde puede que la necesiten la próxima vez que alguien
se empape demasiado de nuestra cultura violenta y decida desempeñar el papel
del Joker durante una proyección de Batman o lleve a la calle la violencia de
los dibujos animados.
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